En la colina de Tarra- cuento fundacional (inicio)
En los reinos de arriba,
mecidos por el viento, en esa tierra fuerte, resguardados de las miradas de la
gente por los altos chopos y alisos… el clan se preparaba para celebrar la
cosecha. Las hojas ya amarilleaban, y un bello manto ámbar cubría el suelo. El
resplandor dorado de la luz propiciaba una última floración, antes de que el
frío viniera a amortiguar el exceso de vida. La huerta de las lagartijas
propulsaba su forma de corazón y hacía latir las hortalizas. También las otras
huertas, La Fiesta, el Chorrador, la huerta comunitaria y el bancal de la
Abundancia bullían de patatas, cebollas y repollos.
Enfrente de donde Ara se
sentaba, se erguía un cedro. Su esbelta silueta henchía el espíritu. El barrio
aún estaba amaneciendo y sus moradores,
en este momento cuatro núcleos con población cambiante, pero en torno a siete
personas, se cuidaban mutuamente. Era un extraño y bello tejido de seres, cuyas
hebras de relación habían ido esbozándose y creciendo… Las huertas celebraban
su apogeo. Y la tribu estaba en paz.
Ara recordaba y añoraba a
los salmones. Y festejar a esos primeros salmones que llegan corriente arriba
cada año. Recordaba que en la costa del Noroeste se cree que estos peces
constituyen una raza de seres inmortales que viven en una gran casa bajo el
mar, y que se reencarnan cada año y deben de ser tratados con respeto para que
regresen al año siguiente. Pero el río donde ahora estaba situada la tribu no
era de esos. Ahora bien, si que agradecía la presencia del agua, de las ranas, de
los otros peces que si nadaban ahí. Más añoraba a los salmones con una
nostalgia indefinida, como si antaño ella hubiera estado en un pueblo donde esa
transhumancia era habitual.
La tribu se sentía guerrera del corazón. Era un otoño
especialmente benigno. Las hojas del caqui resplandecían y una temperatura
dulce abrazaba aún los espacios sin calefacción. Era una nueva raza la que
estaba emergiendo. Currándose las relaciones, proyectando vidas que eran Ya el
Sueño. La raza dorada, que volvía a conectar con los códigos del sol.
Hicieron una peregrinación
al lugar de las libélulas. En las charcas del paraíso mayoritariamente eran
libélulas azul turquesa pequeñas, flotando en hojas. Alguna grande, alguna
transparente. También Ara pudo percibir algunas negras, sus favoritas. El lugar
del paraíso calmaba los corazones. Ese sonido del agua, esa visión infinitamente
reflejada de los árboles, creaba una sensación de paz y de abundancia que
calmaba el alma prometiéndole una eterna disponibilidad a las fuentes de la
vida. La primera vez que entró en las aguas de la poza grandísima, vió cuatro
tortugas. Madre Tierra sonriendo. Sin herida, ni separación entre humanos, y
animales. Más tarde después de preparar los víveres, y varios momentos más en
el campamento, vió una serpiente sacando la cabeza, sacando la lengua. Se sintió contenta, las mujeres estaban en un
buen momento…
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