La náyade, la nereida, la ménade y la vestal

Renée Vivien. Una mujer se me apareció.
Oigo latir el corazón del árbol- murmuró, y pasar la sangre verde por sus venas.
Las hojas le ponían marcos de reflejos movedizos, y las blondas glaucas de su cabellera se impregnaron de esmeralda. Ella evocaba, resucitaba, la gracia esbelta de una Hamadríade.
Yo la contemplé. Y comprendí ese amor insaciable por la mujer que empujaba a los pueblos a buscarla por todas partes, en las fuentes y los ríos, en la espesura y en el mar... Hestia, chorro de llama viva... Pomona, que aumentaba la curva madura de las frutas...Flora, llena de todos los perfumes... Ménades, que fuísteis el alma tumultuosa de las viñas...Náyades, y Nereidas...¡Buena Diosa Universal!
...Veía en Lorély, a la náyade huidiza, la nereida, la oréade, de cabellera tranquila, la ménade y la vestal. Y sobre todo, encontraba en ella el armonioso peligro que simbolizaban las sirenas...
No veía nada que no fuera ella, no perseguía nada salvo su imagen en la múltiple magnifiscencia del universo. Adoraba, en la belleza de Lorély, la belleza inmortal de la mujer... Adivinó mi pensamiento:
- Tienes razón, soy eterna: moriré, pero volveré a nacer, y los que amen mi recuerdo me reconocerán siempre... Y con las pupilas radiantes de orgullo:
-Mañana resucitaré, dijo-, como he sido hoy resucitada.

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